Cada 22 de julio se celebra el Día Internacional del Trabajo Doméstico, que fue establecido durante el Segundo Encuentro Feminista Latinoamericano y del Caribe realizado en Lima en 1983. Este día busca reconocer la contribución de las labores domésticas y las tareas de cuidado en los hogares.
De acuerdo con el Convenio 189 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), el trabajo doméstico es el realizado en un hogar u hogares y quienes lo llevan a cabo lo hacen en el marco de una relación laboral. Se define entonces por el lugar de trabajo: un hogar privado en el que se prestan tareas y servicios de cuidado tanto de la casa como de las personas que habitan allí. Esta definición no contempla el trabajo doméstico que se realiza en hogares familiares, por fuera de una relación de trabajo.
El pensamiento ortodoxo asociado a la economía neoclásica ha sedimentado la fuerte relación entre economía-actividades mercantiles-producción de riqueza, poniendo el foco en la reproducción del capital, invisibilizando la reproducción de la vida. En este proceso ciertos actores (y actrices) fueron históricamente invisibilizados al momento de pensar la Economía con mayúsculas.
El concepto de trabajo se ha cristalizado como sinónimo de trabajo asalariado o empleo, separando de forma tajante al ámbito laboral del ámbito familiar, escindiendo así lo público de lo privado. En este proceso el trabajo doméstico quedó relegado al mundo del hogar y nos acostumbramos a repetir: “Mi mamá no trabaja, es ama de casa”.
Durante las décadas de 1970 y 1980, en el marco del movimiento feminista y la reivindicación por los derechos de las mujeres, el trabajo doméstico empezó a ser tomado en cuenta desde una dimensión objetiva: bienes, servicios, vestimenta, alimentos. Pero a partir del siglo XXI, su carácter subjetivo, vinculado a la dimensión de los cuidados fue puesto sobre la mesa para remarcar su centralidad en el proceso de reproducción del capital.
Como sostiene Silvia Federici “la tarea histórica de las mujeres ha sido la de reproducir la fuerza de trabajo –parir y criar a los futuros trabajadores–. Ahí está contenido el significado que ha tenido el sexo para las mujeres: ha sido siempre un trabajo.”
En este marco, los planteos de la economía feminista y los estudios de género evidenciaron la dificultad de separar la producción de la reproducción, lo privado de lo público y la casa del trabajo al momento de pensar la economía (o las economías). En los últimos años tanto la economía de los cuidados como los planteos del buen vivir han trastocado “lo obvio” en materia de relaciones económicas y desafiado las estructuras de un sistema fuertemente capitalista, colonial y patriarcal.
Desde chiquitas, mientras hermanos, primos y compañeritos de colegio juegan al fútbol, manejan autitos, o son superhéroes, a las mujeres las acostumbraron a cuidar muñecas, jugar a la casita, tener changuitos de plástico, bolsitas de mandados en miniatura, escobitas, tablitas de planchar, todas las versiones tamaño niñas de lo que se necesita para hacerse cargo de la casa. Se educa desde entonces que esas son sus tareas, y a la inversa, los varones aprenden que no son las suyas.
El resultado es que el 90,8% de las mujeres realizan tareas de trabajo doméstico no remunerado, mientras los varones repiten que ellos “ayudan” en la casa. Según la Tasa de presencia de mujeres por rama de actividad en el tercer trimestre del año 2017 el 94,7% de trabajadores en casas particulares eran mujeres, siendo el rubro más feminizado. En este, además, más del 70% está en condiciones precarias y necesitan hasta cuatro o cinco empleadores para llegar a un salario mínimo. Siendo algo que en contextos de crisis es de las primeras cosas que suelen recortarse en los hogares.
Extraído de Notas. Periodismo Popular. 22 de julio de 2019.
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